viernes, 25 de septiembre de 2009

Amanecer

Friedrich: Morning








Aquella mañana Albert se levantó muy temprano; casi no había podido dormir y se había pasado la noche dando vueltas en la cama con los ojos abiertos. Por última vez miró el reloj que descansaba en su mesilla de noche y se incorporó mirando hacia el balcón abierto por el que ya empezaban a entrar los primeros rayos del sol. Albert se dirigió hacia el balcón y apoyó las manos en la negra balaustrada que lo separaba del vacío. ¿En qué pensaba? Tal vez alguna de vosotras lo sepa o pueda adivinarlo. Yo no. Yo nunca he entendido a Albert, para mí siempre ha sido alguien distante y lejano: un rayo de sol en medio de una bruma blanca, recién salido de un sueño.

La habitación de Albert estaba orientada hacia el este, hacia el amanecer. El oriente es el lugar de la magia y el nacimiento. El oeste es el ocaso, lugar de brujería y muerte. Albert sintió los primeros rayos de la mañana acariciando su rostro y tembló, porque el sol era todavía débil y no calentaba. Sucumbiendo a un impulso irrefrenable, apoyándose en los negros barrotes de hierro forjado, Albert saltó al vacío y casi en el último segundo se agarró con fuerza a las enredaderas que recorrían la fachada de la mansión Andrey. Su mansión. Las pequeñas ramas y finas agujas verdes que se retorcían en las paredes traspasaron su liviano pijama y rasgaron su carne pero él descendió a toda prisa, sin notarlo siquiera, sin mirar sus manos arañadas ni su pijama rasgado. De un salto llegó al suelo y empezó a correr como si intentara ganar al viento. Albert corrió, alejándose de las blancas paredes de su hogar, corrió hasta que sus pies descalzos se adentraron entre los árboles del bosque cercano y su casa se perdió en la distancia.

Picabia - Amanecer en la bruma







Albert no miró atrás, ni a su alrededor. Sólo corrió extendiendo los brazos para abarcar el bosque con ellos; acariciaba la rasposa corteza de los árboles al pasar junto a ellos y sentía las cosquillas de las hojas nuevas al rozar las palmas de sus manos. No le preocupó andar descalzo sobre la alfombra verde y tostada que cubría el bosque, el suelo estaba todavía húmedo por las gotas de rocío y las hojas de los árboles resplandecían como si estuvieran llenas de pequeños espejos. A Albert no le importó dejarse caer al suelo cuando estuvo agotado ni que una atrevida ardilla mordisqueara los botones de su pijama. Albert se quedó allí, tendido en el suelo durante largo rato, mirando el sol que se filtraba cada vez con más intensidad entre las copas de los árboles y que, ahora sí, calentaba su cuerpo como el abrazo de una mujer amada. No sé en qué pensaba. Tal vez, de uno de sus ojos, salió una furtiva lágrima.

El sol estaba ya en lo alto del cielo cuando Albert oyó los pasos acercándose. Se había quedado dormido allí, escuchando los pájaros del bosque. Los pasos rompieron la magia, invadiendo aquel refugio secreto que se había construido con sol y música. Y Albert cerró de nuevo los ojos, porque sabía a quien pertenecían aquellos pasos desmañados.

Cuando George llegó hasta él, vio a su joven amo sucio y desaliñado; con la cara manchada de tierra, el pijama desgarrado y el cabello enredado entre las hierbas del bosque. Parecía surgir de la misma tierra, ser parte de ella, mientras que los zapatos de George eran dos agujeros negros que aplastaban las flores.

-Señor ¿Estáis bien? Os hemos estado buscando toda la mañaña. ¿Qué hacéis aquí?

Albert no estaba dormido pero no abrió los ojos. Sentía la sombra de George encima de él, tapándole la luz del sol. La sombra, la responsabilidad, el futuro. No sé en qué pensaba pero, tal vez, puedo entenderlo.

Albert abrió los ojos y miró a George sin moverse. Sus labios se entreabrieron para contestar y murmuró:

-Sueño.

Sol LeWitt

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