domingo, 8 de marzo de 2009

[Relato] El juicio


"El deber hacia las Órdenes de la Alta Hechicería, hacia la magia, es uno de los valores más sagrados de los magos. La ruptura de esta regla se castiga duramente, y no siempre la muerte es el peor castigo."

Una vez decidí dejar de escribir y estuve mucho tiempo sin hacerlo. Hasta que entré en internet y descubrí Neraka y Qualinost, un lugar maravilloso donde la gente se había hecho personajes de Dragonlance y escribía sobre ellos. Me animé a hacer lo mismo y a partir de ahí retomé mi afición a la escritura. Este es el primer relato que escribí.



EL JUICIO


Llevaba días caminando por aquel bosque muerto, los árboles se marchitaban a su paso, las hojas de volvían grises y caían, caían lentamente hacia una tierra seca y resquebrajada, una tierra donde las flores se convertían en polvo, las malas hierbas crecían, se enroscaban y morían, todo en un segundo, pero lentamente, muy lentamente.

Tenía sed. Las ardillas que corrían entre las ramas de los árboles no eran más que esqueletos con ojos penetrantes. Los pájaros cantaban aunque sus plumas ya no cubrían la carne, todo estaba muerto, no, no del todo, todo estaba a punto de morir.

No quería mirar sus manos, no quería mirar su reflejo en el río, no quería ver su rostro surcado de arrugas, sus cabellos encanecidos, sus ojos, no quería ver sus ojos. No era capaz de mirar sus ojos.

Oía el agua fresca a lo lejos, el agua que no tenía vida y tampoco tenía muerte, miró al sol, todo lo envolvía las luces del ocaso, el sol tenía vida, algún día moriría y ella podía verlo. Podía ver las estrellas palideciendo, o explotando, su polvo esparcido por todo el universo, era capaz de ver la muerte con sus ojos malditos, podía reconocerla en cada una de sus formas y le sonreía desafiante, orgullosa, porque a pesar de todo estaba viva.

Se detuvo bruscamente, cansada, tan cansada. Dejó caer su cuerpo en el suelo y se recostó contra el tronco de un árbol, cerró los ojos, sus ojos malditos. Acarició con las manos el suave manto de tréboles que creía en torno al árbol. Acarició amapolas, margaritas, sintió su olor dulce, acarició sus pétalos delicados. "Es primavera" se dijo, "es primavera, aunque yo no pueda verla".





Después de aguardar unos instantes decidió ponerse en camino pero no quería hacerlo, no era posible caminar con los ojos cerrados, pensó, qué lástima, cuando tenía los ojos cerrados aún podía recordar cómo era realmente todo lo que veía.

El suelo de la sala reflejaba un brillo irreal, extraño, era como si realmente no hubiera suelo, como si las paredes negras se prolongaran hasta el infinito y ella estuviera allí, suspendida en el aire, con la cabeza inclinada y su larguísimo cabello cubriendo su rostro como una tupida cortina negra. Raelana mantenía los ojos bajos como respeto hacia el Cónclave, su cabello oscuro se desparramaba en una cascada, largo y tan liso que nadie hubiera dicho que habían tenido que cazarla como a un animal salvaje, Fistandantilus había esperado una cabeza enmarañada, unos ojos desafiantes, unas garras prestas a atacar a pesar del hechizo que las mantenía inmóviles. Sin embargo, a pesar de su aparente respeto, no había sumisión en su porte, su espalda se mantenía erguida y orgullosa, las manos inmóviles en su regazo estaban tensas y Fistandantilus sentía que los ojos de aquella mujer lo observaban a través de las finas hebras de pelo; Raelana no es un animal salvaje, se dijo, no es una rata acorralada aunque a muchos les gustaría pensar que es así, y no está vencida ni es débil, no debo olvidarlo.

Habían sido necesarios cuatro magos para capturarla, su muerte había sido decretada pero ninguno de ellos se había atrevido a ejecutar la condena, conocedores de la maldición que se impondría a aquel que le arrebatara la vida. Alguien, una vez, había intentado desterrarla a otro plano de existencia, el nigromante había sentido como el poderoso hechizo se volvía contra él como si se hubiera reflejado en un espejo y había desaparecido entre alaridos de terror que todos los miembros del Cónclave recordaban. Fistandantilus le devolvió la mirada desde el fondo de la capucha. Aprendiste bien la lección, pensó, aprovechaste la oportunidad cuando se presentó, si algo nos molesta de ti es que los dioses de la magia aún te protegen.

Las acusaciones habían terminado, el mago que se había encargado de ello se sentó y esperó, Fistandantilus no le había escuchado, conocía perfectamente todos los cargos que se habían hecho contra ella, y tal vez algunas cosas que nadie conocía pero dejó que sus colegas acusaran, protestaran y se escandalizaran, Raelana no levantó los ojos ni una sola vez durante las acusaciones.

Es muy poderosa, pensaba Fistandantilus, mantener el hechizo paralizante supone un sorprendente gasto de energía y para qué. No creo que merezca la pena mantenerla prisionera, si alguien aceptara el sacrificio de matarla... pero ninguno irá contra la voluntad de los dioses.

Fistandantilus recordaba bien aquel día, estuvo presente cuando Raelana pasó la prueba y se sorprendió del talento que poseía aquella joven, aún más se sorprendió cuando, durante una de las partes más complicadas de la prueba, Raelana se detuvo y se arrodilló rezando a los dioses de la magia.

-Me entrego a vosotros -dijo-, os serviré y os honraré a pesar de los malos tiempos que se avecinan, sólo deseo pediros una gracia para enfrentarme con valor a las pruebas que se me presenten, que mi muerte sea vengada por vosotros si por vosotros no es decretada.
Ante la sorpresa del Cónclave, los dioses concedieron su deseo a la joven hechicera y ni siquiera Fistandantilus podía hacer nada para anularla, pues todo lo que un mago sufre en la Prueba, tanto bueno como malo, es algo que lo acompañará de por vida.




Ninguno de los magos del Cónclave iba a sacrificar su vida matándola, estaba claro, la magia atravesaba un momento delicado y no era el momento de discutir ni ponerse a luchar unos contra otros, bastante tenían con sus enemigos exteriores, era el momento de unirse, de defender la magia contra el ataque de Istar, la persecución que el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había emprendido contra la magia se hacía cada vez más problemática, algunos magos pensaban que la guerra era inevitable, otros se mostraban más cautos pero en el fondo también estaban asustados, asustados de lo que podían verse obligados a hacer.

-Todo esto no es más que una estúpida pérdida de tiempo -pensó Fistandantilus.

Pero no podía dejar a Raelana sin castigo sólo porque no le interesaba aquel juicio lo más mínimo, tenía que rebajar esa mirada altiva, doblegar aquel orgullo que la hacía pensar que estaba por encima de todo, hasta de él.

El Túnica Blanca que había estado hablando terminó su discurso y volvió a tomar asiento. Algunos magos se mostraban incómodos, tal vez previendo que Fistandantilus iba a pedirle a alguno de ellos que soportara el castigo de los dioses para poder librarse de ella.

-Los cargos en tu contra han sido expuestos -dijo un Túnica Roja que se sentaba a la derecha de Fistandantilus-. ¿Alegas algo en tu defensa?

Raelana levantó la cabeza y miró fijamente a Fistandantilus con sus fríos ojos grises. ¿Estás de broma? parecía decir, no hay defensa posible, estaba condenada antes de llegar aquí.

Después de un momento de duda se decidió a hablar.

-No me arrepiento de nada de lo que he hecho si es lo que esperáis oír -su voz era débil, la voz de una niña pequeña, no gritó ni miró desafiante a nadie, casi parecía estar suplicando a pesar de que sus palabras indicaran lo contrario-. Actué en todo momento según mi criterio, si los dioses me han dado la capacidad para hacer algo es porque me permiten hacerlo, hasta ahora no he encontrado ningún impedimento por parte de los dioses y por lo tanto no creo que sean los hombres los que deban juzgarme.

-Los dioses nos dejan a nosotros esa parte, querida -contestó Fistandantilus-, nos da el poder de castigar, por lo tanto podemos hacerlo... Según tu razonamiento.

Raelana no bajó los ojos, lo miraba fijamente, traspasándolo con sus ojos transparentes, si esperaban que suplicara no lo iba a hacer.

-Has cometido un error muy grave, Rael -continuó el Túnica Roja que dirigía el juicio a petición de Fistandantilus-, y no me refiero a tus actos sino a tu falta de respeto hacia este Cónclave y hacia la Orden a la que perteneces. A partir de este momento se te prohibe expresamente la entrada en las Torres de la Alta Hechicería, no participarás en ningún acto previsto por el Cónclave, ya sean reuniones rutinarias o discusiones teóricas de importancia. No tomarás parte en decisiones y tu sillón en esta sala será ocupado por otro hechicero.

El Túnica Roja miró a Fistandantilus que como jefe del Cónclave debía proponer e imponer el castigo.

-Eres joven y orgullosa, personalmente no creo que nunca logres aprender de tus errores...

Se hizo una pausa, a pesar de estar deseando terminar con ese asunto, Fistandantilus no quería evitar un poco de teatralidad, el redoble de tambor que anuncia el más difícil todavía.

-No vas a matarme -dijo Raelana de pronto, en su voz se advertía un leve tono de superioridad-, tú, como ellos, temes tanto a la muerte que no te atreves a matarme; pero tu vida no es real, eres un cadáver que respira, te miro y sólo veo a un viejo decrépito que se pudre ante mis ojos.
Se hizo de nuevo el silencio, ahora el Cónclave en pleno miraba a Fistandantilus cuyo rostro estaba escondido entre los pliegues de la túnica. Se levantó y caminó despacio hacia la chica, le apartó el cabello del rostro con sus manos esqueléticas y vio reflejada su vejez en sus pupilas, le cerró los ojos y, manteniendo los pulgares sobre los párpados, pronunció unas palabras en voz muy baja.

Raelana se estremeció, los dedos de Fistandantilus estaban tan fríos que quemaban la piel de sus párpados.

-Para que siempre recuerdes este día, tu castigo será ver la muerte de todo ser vivo, cada segundo de tu vida verás como todo se marchita, todo envejece, el tiempo será tu castigo y tu redención. Y todo el mundo podrá ver la marca de tu castigo.

Raelana cayó de rodillas, de repente agotada, no se atrevía a abrir los ojos, sentía sobre su mejilla la suavidad de la túnica del mago, sus miembros estaban flácidos, sintió que el hechizo que la mantenía inmóvil había desaparecido pero ahora estaba demasiado débil para moverse. De repente, abrió los ojos y miró el rostro de su juez y verdugo, puso toda la fuerza de la que disponía en sus manos y agarró el colgante que el nigromante llevaba al cuello. La piedra provocó arañazos en sus manos y su sangre manchó el brillante rubí.

-¿Qué me has hecho? -susurró, demasiado débil para formular el hechizo que acudía a sus labios y que hubiera vengado su castigo.

-Este hechizo fue creado por los grandes magos de la Era de los Sueños -contestó Fistandantilus-. Considérate afortunada, es la primera vez que se realiza.

Raelana soltó la piedra, toda su fuerza parecía abandonarla. Fistandantilus se apartó de ella y volvió a su asiento con una sonrisa en los labios, recordando la lejana época en que aprendió aquel extraño hechizo que nunca pensó que llegaría a utilizar.

Raelana se levantó despacio, apartó el cabello de su cara y dejó que todos los presentes vieran sus ojos. Sus pupilas se habían convertido en relojes de arena. Un murmullo de sorpresa recorrió la estancia.

-Tal vez hubiera preferido la muerte -comentó alguien en voz baja.

-Quizás esos ojos te enseñen a ver dentro de ti misma -dijo una anciana Túnica Blanca, la única que se atrevió a sostener la mirada de aquellos ojos.

-No me consueles por mi castigo, anciana, lo acepto con orgullo, porque es la prueba de que me teméis.

-Te marcharás ahora -dijo Fistandantilus, haciendo un gesto con la mano-. Espero que volvamos a encontrarnos en circunstancias más agradables para ambos.

Raelana no escuchó más, el Cónclave desapareció ante sus ojos, y las paredes de la Torre dejaron paso a los árboles del Bosque de Wayreth.

-Ya está, me han echado -susurró-. Me han maldecido. Pero no me importa, no les necesito, ya veremos si no vuelvo a entrar jamás en una Torre.

Raelana abrió los ojos, se había quedado dormida, el recio árbol sobre el que había apoyado la espalda ya no estaba. Wayreth se había ido.

-¿Llegaré alguna vez a acostumbrarme a estos ojos? -pensó. Ni por un momento tuvo la esperanza de encontrar algún hechizo que paliara los efectos del castigo, Fistandantilus no se lo habría impuesto si no estuviera seguro de la perpetuidad de la condena.

Oyó el inquieto sonido del agua fluyendo a lo lejos, llevaba horas oyéndolo pero de repente parecía estar mucho más cerca, se levantó trabajosamente y se dirigió hacia allí, trastabillando, deseando saciar su sed, el sonido se oía cada vez más fuerte, el río estaba muy cerca.

Bebería con los ojos cerrados.


Nota: A Raelana se la menciona en "La forja de un túnica Negra" como una maga renegada a la que castigaron imponiéndole los ojos en forma de reloj de arena. Todo lo descrito en el relato es invención mía y no hay nada oficial en él.

Nota2: Las imágenes que acompañan al relato son de Waterhouse.

Nota3: Agradecimientos a Klangor por la descripción del relato.






5 comentarios:

  1. Felicidades por el blog y que se publiquen muchos cuentos más.
    Ariana

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  2. Este sin duda es uno de los mejores cuentos que has escrito. Por favor postea dentro de pronto aquel sobre Los ojos de los dioses.

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  3. WoW excelente relato Raelana, teniendo esta referencia... mi personaje sera de nivel 1 jajaja X_x

    Atte. Iulius

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  4. Me ha encantado.... digno de un libro entero¡¡¡¡¡ aunque a veces un momento determinado en la vida de un personaje expresa todo lo que se debe decir... el resto es prescindible¡ Mi mas sincera felicitacion amiga¡¡¡¡

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